Acoso antideportivo
En mi perfil de la red social X
(anteriormente Twitter) lo digo bien claro: “Amante del cine, enamorado
de la música, coleccionista de comics y admirador del fútbol del Barça”.
Así soy yo.
No estoy seguro de que, como dicen los
culés más fanáticos, “Ser del Barça és el millor que hi ha”, porque todos
los equipos y, por ende, todos sus aficionados tenemos casi tantas
satisfacciones como decepciones, pero yo intento no perderme ningún partido de
los que disputa mi equipo. Desde que,
durante un alocado plan de ahorro, me di de baja de la (costosísima) opción
deportiva de mi operador, me veo obligado a bajar al bar más cercano para
disfrutar/sufrir los eventos de color azulgrana, en un ambiente que suele ser
favorable pero que, de vez en cuando, llega a ponerse un poco hostil. Sí, la mayoría de los que allí nos juntamos
somos culés, pero es muy habitual que se infiltren entre nosotros algunos
elementos subversivos que, mira tú por dónde, siempre, siempre son hinchas del
equipo que juega contra el Barcelona.
Estas personas, sin importarles a quién molestan, o, tal vez, molestando
premeditadamente, parece que se divierten insultando a los futbolistas,
cuestionando cada decisión arbitral que favorece al Barça y crispando la
paciencia de quienes tan sólo pretendemos pasar 90 minutos de evasión.
Cuando uno acude dos veces por
semana al bar o cafetería de la esquina para, como digo, ver los partidos,
llega un momento en que, más que sentirse entre amigos, se siente casi en
familia. Mas incluso en las mejores familias,
desgraciadamente existe alguna que otra oveja negra, y una de las más negras
(de alma) se sienta a ver el fútbol en la mesa que está detrás de la que yo
tengo reservada. Nosotros solemos ser
tres (un servidor, mi hija y un amigo), pero ese individuo incordia por
trescientos. Y le ha dado por meterse
con nosotros, o, más concretamente, con mi hija. Se me ocurre que pueda haber pocas cosas más
bajas que incordiar a mujeres, y las mujeres trans se están llevando buena
parte de las manifestaciones de acoso en estos últimos tiempos. A mi hija le gusta llevar el pelo teñido de
rojo, entre otras razones, porque le da la gana, pero a Pedro (éste es el
nombre de pila del impresentable) parece que ese color no le acaba de satisfacer. En la mente de Pedro (doy por hecho que la
tiene, aunque esté poblada de serrín), se deben entremezclar algunas de las
palabras de Jesucristo, que, por una parte, le dijo al Apóstol que su nombre
significaba piedra y sobre esa piedra iba a edificar su Iglesia, y, por otra,
que quien estuviese libre de pecado podría lanzar la primera piedra a los flagrantes
pecadores. Algunas de las pedradas favoritas de este individuo
parecen iluminadas por cierta grotesca cinefilia, y, últimamente, cada vez que
se tropieza con mi hija, ya sea dentro o fuera del bar, le ha dado por
llamarla, tan bajito que sólo ella pueda escucharle, “Muñeco Diabólico”. La primera vez que ella me lo contó, le dije
que tenía que ser un error, que lo habría escuchado mal; la segunda, quise
convencerla de que debía ser una especie de coincidencia; la tercera hasta nos
reímos entre dientes pensando en el pintoresco Chucky; pero anoche, cuando ella
y yo entrábamos al bar y “don” Pedro se percató de nuestra presencia, yo mismo
escuché perfectamente cómo, a los que le acompañaban (o le sufrían), les susurró
“Ahí está el Muñeco Diabólico”. Con la perspectiva que dan los años, yo me
confieso partidario de intentar ignorar comentarios estúpidos, de intentar
evitar provocaciones groseras, máxime cuando vienen de un tipo que, como Pedro,
no debe medir de estatura mucho más que el Muñeco Diabólico original, pero,
para mi hija, aquélla fue la gota que colmó el vaso, y, por una vez, su
paciencia saltó por las aires. Se
levantó temblorosa, dirigió la vista hacia el acosador, y, allí, en medio del
bar, estalló en una catarsis liberadora: “Así
que ‘Muñeco Diabólico’, ¿no? ¿Por qué no vienes aquí a decírmelo a la cara?
¿Por qué no me lo dices delante de todo el mundo, cobarde?” Pedro debió quedarse lívido, porque en su
bocaza se hizo el silencio infinito, y mi hija debería haberse sentido relajada
y eso, liberada… pero un rato después estábamos en Urgencias, sumida ella en
una crisis de ansiedad. Demasiadas
emociones contrapuestas, demasiadas provocaciones, demasiada impunidad… Una explosión de justa ira no debería ser
necesaria en un mundo regido por el respeto, pero en el terreno de juego de lo
real hay demasiados infractores, pocos árbitros impartiendo justicia y las
tarjetas rojas casi nunca ven la luz.

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